El mal, entre la culpa y la desgracia

El cristianismo, concebido en su generalidad, se ha acercado al concepto del mal desde una poición habitualmente circunspecta dado el carácter controvertido del mismo. Para el cristianismo, como religión monoteísta, Dios es el único y absoluto creador de todo lo existente, y por tanto responsable único y último de todo lo que concierne al universo, entre ello el mal. Esto conlleva una disposición para con Dios que confunde al creyente: si por un lado éste se siente con la inclinación a venerar a su Dios, pues él es su señor y creador, por otro siente estupefacción al ver que el mal se manifiesta y le atañe, pues obviamente también éste es criatura de Dios, o un consentimiento del mismo. La pregunta que necesariamente se hacen muchos creyentes es pues sobre cómo el mal pudo emanar de Dios, o cómo Dios puede permitir el mal.

En la mayoría de los casos el cristiano guarda expectante, mira a Dios suspicaz y trata de encontrar en las escrituras y en la tradición algún tipo de respuesta, en el peor de los casos un consuelo al menos que alivie su desazón. Los más audaces osan preguntarle. Claro está, éste mantiene su silencio. Silencio, el que emana sobre el mal, que ha generado respuestas dispares entre los hombres, para algunos ha servido de pretexto para entender que Dios no es tan absoluto como se postula, para otros simplemente es prueba de que este Dios no es más que un sin-sentido, para los cristianos en general, el mal se ha convertido en una prueba de fe, pues el que sigue creyendo a pesar del mal se manifiesta como un “auténtico” cristiano.

Lo que se pretende abordar en el presente artículo son precisamente las diferentes respuestas que el cristianismo ha generado sobre la pregunta del mal, dado el implacable silencio de Dios; analizar qué tipo de respuestas se ha ofrecido a los feligreses a lo largo de su historia como Iglesia, como tradición; y que efectos ha traído esto consigo, efectos que se han ido ramificando a través del tiempo, modelando no solo nuestras respuestas frente al mal, sino también nuestra manera de entenderlo, y con él al bien, y al mundo mismo. Pues la manera de pensar un concepto tan primario y primordial como es el mal resulta tan determinante al modo de actuar que podríamos afirmar que estas concepciones nos afectan de manera cuasi-estructural, a modo de habitus en el sentido de Bourdieu, o de helis aristotélica.
La presencia del mal, tanto a nivel moral como ontológico, es tal en el mundo a lo largo de su historia que más allá de las creencias religiosas de cada individuo las concepciones que hemos ido conjugando sobre él subyacen en la memoria colectiva de las comunidades, modelando incluso el tipo de sociedad en el que se desenvuelven.

Si entender el mal desde el cristianismo sirve luego para comprender el mal desde otras perspectivas, desde otras culturas, desde otros tiempos, lo veremos en adelante, pero es necesario primero entender el concepto desde nuestro propio espacio para luego dialogar con esas alteridades que nos envuelven. Quizá, este proceso de reflexión iniciado desde nuestra posición, sirva luego para establecer los parámetros de una reflexión colectiva, y obtener así una visión mucho más amplia y positiva del mal, pues si algo tiene el concepto de real es que es tan universal como lo es el del bien.


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