Por el subsuelo:


«Estoy de acuerdo en que el hombre es un animal básicamente creador, que está determinado a tender conscientemente hacia un fin (…) determinado a abrirse caminos hacia cualquier lugar. Puede que precisamente por esto, a veces, le apetezca salirse hacia un lado del camino (…), a veces, le viene a la cabeza la idea de que aquel camino casi siempre conduce a ningún lugar (…) Al hombre le gusta crear y abrirse nuevos caminos, lo cual es incuestionable. Pero ¿por qué razón ama también apasionadamente la destrucción y el caos? (…) ¿es porque instintivamente teme la consecución del fin que alcanza con la construcción del edificio? (…) puede que únicamente le guste construirlo, y no vivir en su interior.
(…) puede que incluso, la finalidad a la que tienda la humanidad entera consista precisamente en ese ininterrumpido proceso de consecución, o dicho de otro modo, que en ello consista la vida misma (…) pues «el dos por dos son cuatro» ya no es vida, señores, sino comienzo de la muerte».

 DOSTOIEVSKI, Fiódor M. Memorias del subsuelo. (7ª Ed.) Trad. de B. Martinova. Madrid: Ed. Cátedra, 2007, pp. 97-98.




Al leer estas palabras del maestro moscovita sentí un pellizco en el pescuezo, un pellizco de esos que da un padre al hijo que ha despistado su tarea, y es que hacía cierto tiempo que no tomaba consciencia de ello, de ese vivir tendente que pese a desconocer su sino camina y camina. Siempre he aquejado ese caminar errante que sólo entusiasma cuando una empresa aguarda, un despiste engañoso para mantener distraído el pensamiento que se ve en curso por un vial inhóspito y no elegido. No es necesario leer a Kierkegaard[1] o a Heidegger[2], ni si quiera reencontrar a Unamuno[3] para que esos azotes de patetismo y tragedia me arrebaten el alma con vientos boreales, basta con detenerme un instante por un mordiente de toma-de-conciencia (insight), y todo el palacio se desmorona cual castillo de naipes.
Siempre me he preguntado dónde se halla la cima y dónde el valle en este mi oscilar perenne, qué es en mi auténtico y qué engaño, qué cristal y qué arena, siempre he querido saber dónde se halla mi auténtica naturaleza. No comparto que todos estemos destinados a ser constructores, las generalidades son burdas abstracciones. Mi experiencia me ha posibilitado encontrar ejemplares tan distintos, existencias tan diferentes, que no cabría a enumerar, y entre ellas las he hallado quienes sí saben disfrutar de la obra acabada –aunque sólo sea en periodos, largos y reiterados–, gente capaz de abandonar el camino por resuelto y que se hallan a sí mismos en el afuera de la plenitud, en el éxtasis de su proceso, en su experiencia-cumbre[4]. Decía Ortega en sus Estudios sobre el Amor que «hay dos tipos irreductibles de hombres: los que sienten la felicidad como un estar fuera de sí, y los que, por el contrario, sólo se sienten en plenitud cuando están sobre sí» (OC, V, 591)[5].
Hay quienes necesitamos de la carga pesada de nuestra existencia para sentirnos plenarios, de ese camino inacabable que nos espera, de sus entusiasmos creativos y sus arrebatos irados de caos y destrucción, tenemos alma de artista. No obstante los hay que tienen ademán de sibarita, alma cuasi epicúrea, que saben disfrutar del trabajo realizado, del momento cumbre que supone una meta conseguida, del final del camino. Pero ustedes me reprobaran ahora qué significa eso del “final del camino”. Responderé que sólo conozco uno certero, y es la muerte, el resto me son extraños, y admitirlos como tales, como auténticos finales, quizá sería como aceptar que aquellos afortunados que consiguen la paz no son más que conformistas apocados que desisten emprender nuevas aventuras. Frente a ello prefiero callar, no me atrevo a aseverar tal resolución, prefiero reservar mi sentir.
Ortega se distingue claramente de la tragedia nórdica, dice tener pathos del sur, es más, recrimina al mismo Heidegger la estrechez de su mirada cuando le apela: «¿La vida como angustia, señor Heidegger? ¡Muy bien! Pero… además, la vida como empresa» (OC, XII, 100). Y es cierto, es reduccionista no tener presente ese gesto creativo, eufórico diría, que supone la empresa, que supone decidir, procurar, pretender un viaje nuevo y lleno de posibilidades, pero, ¿es acaso más que eso, que un instante de empuje extático que arroja al hombre hacia la tarea y lo aparta de sí mismo?, ¿es acaso ese momento un atisbo de libertad causado por el sinfín de posibilidades que auguran un futuro por definir?, ¿es un estado de gracia circunstancial y no un sentimiento firme que aprehender y prolongar?
Ciertamente no lo sé, en mi caso ese estado de alegría dura poco bien es verdad, y cada vez cuesta más ilusionarse, e ilusión no deja de ser un término demasiado cercano a espejismo, a quimera, aunque también ella sea realidad. Aún con todo entiendo que la destrucción y el caos sean salidas posibles. En mi caso, más que respuestas instintivas frente al abismo como apunta el maestro ruso, reconozco que son desquites provocados por la rabia que causa el sinsentido. Pese a todo, he de reconocer que siempre he entendido mi vida como una Gran Vuelta, una de esas boucles ciclistas en las que tras una etapa comienza otra, y otra, y otra, empresa tras empresa, y en cada una de ellas se presentan nuevas oportunidades hasta que lleguemos a París, o a Madrid, o a Roma, a la muerte.
Oportunidades… Quizá todo consista en eso, en la ilusión de la oportunidad, en la esperanza del comienzo esperando que esta empresa sea duradera, infinita, eterna… pero lo eterno no ha lugar y ello de nuevo nos sitúa en crisis, cierto. La pájara de la racionalidad siempre acecha y Monsieur Massó nos golpea con su dosis de escepticismo y realidad recordándonos que somos carne y existencia, que somos mortales… Al fin y al cabo todos acabaremos en la misma ciudad, con semejante cansancio y demasiado muertos para el merecido reconocimiento, siquiera para el nuestro propio.
Ortega es franco en sus palabras, siempre lo fue, pero no sabría decir en qué grupo se hallaba, si era tan optimista como insinuaba o sólo menos patético que el resto. Siempre fue prolijo en lanzar la piedra y esconder la mano. Mi pathos quizá sea tan austral como el del señor Ortega, pero reconozco que mis empresas, circunscritas, flotan siempre sobre un río silencioso y oscuro cual abismo (abgrund) insondable, un río que produce vértigo, y angustia, y que sólo podemos evitar mirando al frente, hacia la empresa, lo que no elimina el susurro tenue de sus aguas, que siempre siguen ahí, en el subsuelo.





[1] Cfr. KIERKEGAARD, Søren. El concepto de la angustia. Barcelona: Orbis, 1985.
[2] Cfr. HEIDEGGER, Martin. Ser y tiempo. (2ª Ed.). Trad. de Jorge Eduardo Rivera C.. Madrid: Ed. Trotta, 2009.
[3] Cfr. UNAMUNO, Miguel. Del sentimiento trágico de la vida. Buenos Aires: Losada cop. 1964.
[4] Cfr. MASLOW, Abraham H.. El hombre autorrealizado. Hacia una psicología del Ser. Trad. de Ramón Ribé. (16ª Ed.). Barcelona: Editorial Kairós, 2005.
[5] ORTEGA Y GASSET, José. Obras Completas. 12 vols. (1ª Ed.). Ed. a cargo de Paulino Garagorri. Madrid: Alianza: Revista de Occidente, 1983.