"Las evocaciones dialógicas" (introducció a La Conversación, de P. Arnal)



Advertía un eminente pensador que cuando alguien pretenda mostrarnos una verdad, “que no nos la diga, simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que inicie en el aire una ideal trayectoria, deslizándonos por la cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de la nueva verdad” pues, al fin y al cabo, ¿qué es la verdad sino un descubrimiento (ἀλήθεια)? La conversación es, justamente, uno de los caminos de acompañamiento hacia la verdad, un paseo dialéctico en el que las personas comparten su modo de ver el mundo e invitan al otro a participar de su perspectiva, sin imposiciones, sin apremio. La conversación es un marco para la expresión y captación de lo expresado, un contexto donde retirar la cubierta de aislamiento que nos enclaustra y trazar un puente a la alteridad, uno por el que dejar fluir ideas, afectos, opiniones, aluviones de intimidad que refuerzan convicciones y evocan dudas, o lo que es lo mismo, fisuras en nuestras creencias que derivan en un proceso de reflexión, de conversación íntima, en pos de una más impugnable certidumbre. Por la conversación, pues, debe transitar todo aquel que pretenda el bien más elevado al que el ser humano puede aspirar: el desvelamiento de las sombras, la retirada de aquellos velos que ocultan la luz de una histórica verdad, la luz que emana del oro de los filósofos.


Durante siglos, los alquimistas mortificaron sus alambiques para recorrer el trecho que separaba el más impuro metal de dicho oro: el más noble de los metales, símbolo de la luz divina y efigie de la auténtica verdad. El afán antropocéntrico por dominar la naturaleza, por desvelar sus secretos y acelerar el, para nosotros, lánguido proceso de “perfeccionamiento” natural, condujo a los sabios espagiristas a cruzar, en su soledad, los oscuros campos de Saturno, vagando enlutados por las cenizas de una atormentada naturaleza a la que castigar con los ardores del Atanor. Querían quebrar el vil metal para liberar sus impurezas, buscando la impoluta esencia de la materia. Si por ventura, en tal desierto, el negro cuervo se tornaba cisne alado, cual fénix resurgido de sus cenizas, se alumbraban sus miradas con regocijo, ante ellos se abrían las puertas hacia el dominio de la materia. Aún así, lejos de embriagarse, mantenían el empeño, este era solo un paso en el tortuoso proceso; había que seguir trabajando el metal, hacerlo sudar, purificarlo en el seno de las cucúrbitas, hostigándolo por los recovecos de las liebres, sublimándolo y fijándolo una y otra vez. Si los trabajos eran los adecuados y la templanza del fuego la justa, la luz del albino cisne recorrería los colores del presuntuoso pavo real, mostrando ufano el plumaje de su cola, preludio del intenso rojo imperial que derrama al fin, cual la sangre del dragón herido, sus más profundos arcanos, su honda y esencial intimidad, o lo que es lo mismo, la pureza fundamental del metal como símbolo de la rendición de una indómita naturaleza que, tras los incansables trabajos del artista, exhibe exhausta sus secretos: la triple corona del oro filosófico.


Quizá más conocido que el objeto de la Opera Magna –el susodicho elemento áureo– sea el hermetismo inherente a las palabras de sus maestros. El alquimista habla, pero ilustra poco. Pudiese parecer que el prudente maestro pretende con ello ocultar su obra, pero en tal caso, ¿no sería más sensato mantenerla en las sombras?, en cambio la presenta con esmero. Si se contempla la ingente cantidad de literatura a tal efecto observarán que el alquimista habla, siempre habla, solo que sus palabras dicen poco, o quizá lo justo: nunca exhibe vanidoso su oficio, solo lo insinúa; elude lo productivo y resalta vagos aspectos de lo procedimental; ofrece las pistas suficientes para que otros le sigan aun nunca por donde él pisara antes. Quizá el motivo no sea distinto del que mueve al sabio filósofo, a saber, que cada cual geste su propio camino y solo en sus descubrimientos reconozca la utilidad de los conocimientos indicados. Siendo así, quizá el maestro alquimista no hable, como se especula, solo para quien entienda, sino para quien, estimulado por lo épico de sus relatos, sea capaz de reconocer la misma sed que, tiempo atrás, le empujase a él a caminar; un impulso sujeto a la inexorable necesidad de verdad, de conocimiento, de superación de aquellos recelos que evoca una naturaleza salvaje, cruda e incontrolada. Fíjense que el bien más codiciado del alquimista no es su oro –este sería mejor su recompensa–, su más preciada y oculta posesión es el secreto para elaborar su mercurio o Alkahest, el disolvente universal que reduce cualquier metal impuro a su estado prístino. No se pretende, pues, el oro, sino llegar a él, obtener las llaves que abran las puertas al conocimiento de lo desconocido, a un saber que posibilite la transmutación espiritual de cualquier material. Eso únicamente se consigue laborando pues, como dijese un ingenioso hidalgo, “el camino es siempre mejor que la posada”. 

En general todo arte –como lo es el Ars hermeticum– no se define solo por la obra resultante, su valor se mide también por todo lo que entraña el proceso creativo: el conocimiento y dominio de la materia prima, la maestría en la técnica desplegada, el control de las herramientas utilizadas e incluso la experiencia personal que el artista ha depositado en el proceso, pues él mismo es, a la vez que creador, creación. Toda esta experiencia sedimentada perdura latente en la plasmación última del trabajo, es un remanente que el espectador intuye tras las instantáneas impresiones que la obra ofrece, e intenta salvarlo –interpretarlo–. A eso es a lo que llamamos “búsqueda del sentido” de la obra. Afirmaba Barthes cómo detrás del tejido de la obra “se encuentra más o menos oculto el sentido (la verdad) […y], perdido entre ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela” . En general, como espectadores, sucumbimos al deseo de descubrir en la obra los indicios de verdad que el autor deposita, sus secretos; un deseo paralelo al que el autor guarda por alcanzar al espectador. Por eso decimos que cualquier arte es siempre pretendida conversación, porque la obra no es otra cosa que la expresión metafórica del sentir profundo del artista y la recepción de sus efectos. En su expresión, sea esta la fotografía, la pintura o el texto, todo artista invita y espera que el espectador busque, tras lo patente, la intencionalidad que suscita su obra en cuanto vivencia, lo que se traduce en un camino de descubrimiento de su intimidad. Así, tanto el artista como el filósofo y el alquimista saben que la verdad no es sino verbo, un camino de descubrimiento, un proceso de eliminación de aquellos velos que ocultan la luz como las capas impuras del metal cubren el brillo radiante de su oro. Para alcanzar dicha luz no hay más pericia pues que caminar, un sencillo gesto que solo uno mismo puede acometer, ya que nadie puede caminar por los demás. 


Ahora bien, no por personal e intransferible el camino se presenta indefectiblemente solitario. El artista, como el alquimista, exhibe a veces sus andares para inspirar a los demás, mostrando lo justo para remover sus entrañas, insinuando lo suficiente como para alentar el gesto, pero limitándose a ello, al simple acompañamiento e inspiración; pretender más rompería con la condición artística de su trabajo. Esa es, por tanto, la esencia de toda conversación y lo que Arnal nos ofrece en esta colección repleta de alusiones a la Opera magna. A través de la imagen, el autor exhibe los efectos de ese deseo por des-cubrir, por controlar y perfeccionar la naturaleza, una naturaleza en suma cotidiana, en ocasiones desapercibida que, por la acción del hombre, alquimista o artista, pierde su crudeza para tornarse obra, aunque para ello tenga que retorcerla en sus propias cenizas, convertirla en sal, verter su sangre y expirar su espontaneidad en pos de algo que el hombre siempre ha estimado mejor: el oro, la luz, el conocimiento de una verdad. A la vez, Arnal no expone con ello sino breves indicios de una profunda inquietud, rasgos de su intimidad que, a través de unos instantes arrancados al mundo, pretenden despertar en nosotros pequeños procesos de reflexión, de duda o asombro con los que avivar una necesaria y a veces olvidada curiosidad por nuestro entorno. Sus imágenes son efímeros brillos que, en su dorada perversión, prenden la llama del extrañamiento, un conspicuo fuego esencial que nos invita a caminar con los ojos en pasmo para descubrir que la verdad, esa ansiada verdad, no es otra cosa que un reencuentro con lo conocido, el culmen a una conversación con aquella naturaleza que siempre estuvo ahí, abierta a nosotros, pero a la que no supimos mirar hasta haberla diseccionado en su integridad; hasta haberla convertido en obra.



1 ORTEGA Y GASSET, José. Meditaciones del Quijote. Obras Completas, I. Madrid: Taurus, 2004, pp. 768-769. 
2 BARTHES, Roland. El placer del texto. Madrid: Siglo XXI, 1974, p. 81.
3 Todas las imágenes utilizadas en esta entrada pertenecen y han sido realizadas por PASCUAL ARNAL (2017).